Está brotando la hierba dónde puedo morir tranquilamente
Taneda Santōka
En cierta zona del texto de Ahmel Echevarría en El insomnio, el mar, la estampida mugrienta, habla del poeta Juan Carlos Flores driblando una pelota de basket a la manera de un performance, con la mirada stainless steel, rebota la pelota de basket llamándola libertad, lanzando esta pelota de basket contra la cara de un lector, contra la cara de ciertos funcionarios del ICL; qué sucedería si, a la manera de performance, lanza esta libertad contra un niño (o una niña)?
Mientras comienzo una conversación [con el poeta Rolando Avalos (cubano)] pienso en la poesía como idioma de oportunidades y oposiciones.
Hay una oportunidad cada vez que la pelota impacta contra el piso, cada vez que una mano abierta la recibe para devolverla al juego imperfecto de la gravedad, también y asimismo, existe gravemente la oposición.
Si en el juego, en lo performático de la acción, vemos la libertad: ¿dónde quiebra, cuál es el impacto de la poesía en “libertad”?
El primer amanecer ya se acababa y estamos abriendo los ojos a un país que poco sabe de nosotros y nosotros, a nosotros: no nos enseñaron a emigrar. Salimos de dónde persisten los espacios negativos por puro empeño y causalidad, se convirtió en una meta insoslayable. Llegamos con un hijo mientras la vida se fue convirtiendo en necedad. Recordé a una profesora de historia que en primaria me habló de cómo los discursos son capaces de enriquecer el alma mientras dejan los estómagos vacíos, la profesora nos contaba cómo estaba embobada delante de la presión que someten los discursos, luego “se fue” poética y desmesurada hacia alguna parte.
Santiago, cuando amanece, es silencio. Al unísono con el sol se va moviendo, la brisa entre los edificios parece un infante buscando su pelota de basket perdida.
Leo: “quizá todavía/ exista la bóveda violeta.” (Jon Fossé).
Después de que nos acogieron fuimos a parar una buhardilla, quizá arrastrados por la idea de “no molestar”, quizá por la presión que ejerce ver a tu hijo dormir en el suelo. Todos los pasos y los gatos se multiplicaban como gigantes, como cíclopes. Yo con todos los fantasmas de no conocer lo que me rodea no dormía, o dormía cuando el cuerpo ya no daba más.
Mi hijo se aficionó a saludar por el gran cristal aventanado como si despidiera el mundo cuando salía a rellenar la despensa. Laura y yo aún no podíamos siquiera discutir sobre el futuro. Estábamos en una buhardilla en pleno de Santiago con una tropa de gatos que al caminar se descubrían por el sonido hondo que producía el zinc.
Se entra por la puerta del garaje, nos explicó la dueña de la casa. Una señora dueña de una perrita juguetona que a veces le custodiaba la puerta cuando dibujaba.
Dormíamos juntos los tres en una cama sobre un cuarto para dibujar.
Era el invierno. Mucho era el invierno. Hizo frío, nos calentábamos los cuerpos juntos los tres en la noche. Ahí supimos ya viejos de la televisión streaming.
Yo no conectaba con la realidad, Ahmel no escribiría su artículo, a Rolando no le envié un mensaje por whatsapp. La Editorial se gestaba en mi cabeza. Y la buhardilla parecía el espacio correcto para crear una novela, una obra indispensable de la literatura universal, salvo que éramos una familia de inmigrantes recién llegados incapaces de pensar en el arte. Ahí, también, supimos ya viejos de la capacidad del internet de las cosas.
1 comentario en “Alguien y en alguna parte”
Muy buena narrativa mi amigo, cuanta reflexión envuelta en este texto, y cuanta verdad escrita mediante bits y megabits para revelar la realidad del inmigrante.